El único elemento que los unifica es esa bola de espejos que arroja destellos sobre sus cabezas. La conoce aquel que hace más de medio siglo no se perdía un asalto, la que en los 80 alisaba su cabello con la plancha de la ropa y papel de diario, y los que ahora ven prenderse las luces del boliche a las exactas 4 am. No habrá, más allá de eso, muchas otras coincidencias. Sí quizás, entre los más grandes, la nostalgia por las noches que ya alberga el pasado y que reflotan en forma de sonrisas cuando cuentan, por ejemplo, que hace 30 años las chicas se sentaban toda la noche a esperar que un caballero las invitara a bailar y que entrar a una disco con zapatillas era un despropósito, una herida lacerante a las normas de la elegancia.

Añoranzas y diferencias mediante, todos han aceptado la invitación de LA GACETA: relatar, reunidos en un mismo lugar, anécdotas y características de su época de bolicheros. Para Gabriel López Isla (22 años) y Sofía Perseguino (23), los más jóvenes del grupo, la consigna no es más que el simple desglose de la rutina en la que caen cada fin de semana. Para Gerardo Núñez (77), el más grande, es en cambio un túnel del tiempo hacia las épocas en las que apuraba un whisky en los cabarets que abrazaban a la plaza Alberdi, mientras una orquesta evocaba al Zorzal Criollo enfrente suyo. En el medio de esas generaciones, Carlos Noriega (54), Ricardo Yance (50), Carolina Romero (47) y Fernando Cossio (38) descubrirán que los años que separan a uno del otro pueden definir diferencias sustanciales a la hora de la nocturnidad, y que mientras los primeros se desvelaban hechizados por la sensualidad y el swing de la música anglosajona, Romero entró a las discos bajo el mandato bailable que impuso "Fiebre de sábado por la noche" y a Cossio le estalló en la cara el boom del rock nacional. Convienen todos en algo: los lentos -esos que Sofía y Gabriel sólo conocen por una publicidad que los reclamaba hace años- eran infaltables y, tal vez, el fragmento fundamental de la velada.

Cabaret vs. after
La cita es en Baba Yaga, emblema de La Banda del Río Salí al que conoce la mayoría de las generaciones convocadas teniendo en cuenta que, con sus 25 años -los cumple hoy-, es el local bailable en funciones más viejo de la provincia. "Esta es la primera vez que se largan los tragos tan temprano en este boliche", bromea Rodolfo di Pinto, el anfitrión, mientras alcanza a cada uno de los entrevistados una bebida. "Ahora sí se pone buena la cosa", le hace el juego Cossio, que acepta el convite y posa para la foto con botella en mano. Se acordará el treinteañero entonces de que, en los años en que él salía a bailar a lugares como "Tequila", imperaba una especie de "los nenes con los nenes" hasta la hora -por supuesto- de las canciones para apretar, en las que el hombre debía esperar con la respiración contenida el sí de aquella a la que sólo había custodiado con la mirada. Acodado en la barra, serán otros los recuerdos que afloren frente a Noriega, como aquel que le dicta que en los 70 lo que más se pedía al barman era whisky (al menos los hombres, las mujeres preferían gaseosas o un "Primavera"). "Se tomaba alcohol, sí, pero de emborracharse en público ni hablar, era la peor vergüenza que podías pasar. Ni loco bailabas sosteniendo el vaso", aclara.

En los tiempos de Núñez, en cambio, el vicio era jugar a las cartas o tocar la guitarra en los reservados del cabaret (entendido como el pub actual). "A esos locales se podía ir solo, en pareja o con amigos. En los bailes era distinto: para invitar a una mujer a la pista tenías que hacerlo frente a su padre, madre y hermanos, que estaban allí con ella", sonríe. No conoció eso Cossio, pero sí admitirá que, en su adolescencia, el tramite de darle el primer beso a una novia podía durar más de un mes. "En todo caso, se buscaba lo que las novias no hacían en otro tipo de mujeres", concluye. Para Sofía y Gabriel, hijos del 4 AM, las previas largas y los afters clandestinos, estas palabras salen en blanco y negro de las bocas de sus interlocutores. Pero esa es precisamente la gracia del encuentro, cuyo intercambio se desvanece cuando uno de ellos apura el último trago de un aperitivo. A sus espaldas, la esfera de espejos sigue girando.